Juego de máscaras: los últimos 25 años de Fany consumiendo drogas

Fernando Botana Núñez

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Creador: Fernando Botana
Autora: Loren Fernández
Ilustraciones: Isabel Osma

«Gastamos toda la energía encubriendo quiénes somos cuando debajo de cada actitud hay un deseo de ser amado, debajo de cada enfado una herida que quiere ser sanada y debajo de cada tristeza hay miedo a que no haya suficiente tiempo.”


Fany se va arrancando jirones de la máscara en cada sesión de terapia. Debajo va surgiendo su auténtica piel y eso a veces duele cuando se sale al mundo: es carne viva, expuesta al sol de las miradas ajenas, al viento de las dudas, al frío de la inseguridad. Aprender a ser. Casi como aprender a andar. Pasos inseguros, alguna caída, la maravilla y la confusión. ¿Y quién soy? ¿Qué piel es esa en la que me sentiré bien?, se pregunta todavía, aunque  ya hace dos años que va al psicólogo y transita ese duro camino cada vez con menos muletas: ni drogas, ni borracheras, ni sexo fácil, ni falso orgullo, ni disfraces. Baja las escaleras aún impactada por las emociones que se han removido en la consulta. Se retoca en el espejo del portal la raya del ojo que se le ha corrido. Casi siempre hay alguna lágrima en esos momentos. Ahora puede llorar, permitirse ser frágil. Humana.

Qué difícil luchar tan duro para alguien que nació entre algodones, que consiguió siempre lo que quiso, que nunca recogió un juguete ni se hizo la cama, que tuvo los mejores colegios… y los centros de desintoxicación más caros. Qué difícil habitar ese miedo, la resolución de permitirse no ser perfecta y la posibilidad de, por ello, no ser amada.

«El instinto nos guía a buscar algo más: la seguridad de que nos aman y nunca seremos abandonados a los lobos»

Desde que nació fue la niña de los ojos de su padre. Tal vez entonces su intuición de mamífero indefenso encontró allí el lugar donde agarrarse para sobrevivir. Nunca iba a faltarle el sustento, el fuego, un techo, cosas que un mamífero necesita para seguir vivo. Tampoco buenos médicos, la educación que le diera más futuros posibles, el capricho más pequeño satisfecho. Pero el instinto nos guía a buscar algo más: la seguridad de que nos aman y nunca seremos abandonados a los lobos. La frialdad triste de su madre no era un lugar cálido donde anidar. Su hermano, cuatro años mayor, que le ponía la zancadilla cuando nadie miraba porque se sentía el príncipe destronado, tampoco era un lugar de confianza. El refugio seguro y amoroso eran los brazos de su padre. El lugar pletórico, mirar el mundo subida a la orgullosa altura de sus hombros. Aunque esos brazos no siempre estuvieran disponibles. Su padre se volcaba en el trabajo, viajes, reuniones. Tal vez en otros brazos fuera del hogar.

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La creación de una máscara

Fany, con su intuición de cachorro, luchaba por mantener a su padre cerca. Ni su madre, casi siempre deprimida y como ausente, ni ese hermano huraño y demasiado responsable, parecían capaces de llamar su atención y su amor lo suficiente como para retenerlo. Por suerte, tampoco para disputárselo. Fany, el cachorro, comenzó a detectar que su padre sonreía y la mimaba más cuanto más valiente, descarada y atrevida era. Si subía, aterrada, a lo más alto del olmo del jardín con cinco años su padre estaría allí abajo, no al rescate, sino con los brazos en jarras y riendo con todo el cuerpo “demonio de chiquilla” y luego se lo contaría a la familia y a los amigos, orgulloso. Si hacía novillos merecía la pena el castigo porque su padre no tenía más remedio que acudir al colegio y, a escondidas del director, le guiñaba un ojo. Si los amigos la enviaban a colarse en la cola del cine, el mal rato de la vergüenza por si la pillaban tenía doble recompensa: la admiración de sus amigos y el embeleso de su padre cuando se enteraba.

«Fanny aprendió a ponerse allí la misma máscara para sentirse también orgullosa, valiosa, la reina del territorio».

Pero el padre, una mirada amorosa, un guiño cómplice, el valedor de sus secretos, se convirtió en héroe distante. La realidad era el colegio, de ocho de la mañana a ocho de la tarde, hasta los diecisiete años, ese era en realidad su hogar. Fanny aprendió a ponerse allí la misma máscara para sentirse también orgullosa, valiosa, la reina del territorio. Sin fisuras. Cuánto hubiese deseado entonces que su hermano fuera también su cómplice, un refugio entre tantos extraños: siempre tan firme, tan seguro, tan distinto de los demás sin importarle; él no se dejaba impresionar por la máscara de Fany. Cómo le admiraba. Pero no encajaba en el papel de Fany decírselo, reducir la distancia que les separaba, sino tirarle los libros al suelo y llamarle estirado delante de todos cuando se cruzaban por el pasillo. «Qué idiota eres, niñata». Ella sentía entonces que algo no encajaba dentro de su pecho. Si hacía lo que los demás querían que hiciese para ser y sentirse especial, ¿por qué ese malestar en la garganta? Algo que se pasaba pronto, cuando los compañeros la jaleaban porque no le importaba plantarle cara a nadie. Imaginaba, entonces, que si su padre hubiese estado presente también la hubiese jaleado. Con eso valía para sentirse segura y fuerte por el momento, aunque no sentía valor por sí misma y eso es algo que se iría haciendo cada vez más fuerte y difícil.

Cambio de amigas y consumo de drogas

Con eso, y con su amiga Carlota, que era su familia más que su propia familia y siempre la había seguido en todas sus pequeñas audacias. Parecía tan deslumbrada como todos por su fuerza y su descaro. Desde los siete años había sido como una hermana y, cuando tuvieron aquella discusión que las separó para siempre, Fany se sintió tan huérfana y desvalida que tuvo que pisar el acelerador para que nadie se diera cuenta de que también se sentía sola y vulnerable: cambió de amigas, empezó con ellas a probar de todo, alcohol, drogas. Era ella también la más obsesionada en buscar chicos, en iniciarse en una loca carrera hacia el sexo. Un “¿a que no te atreves?” era lo único que necesitaba para atreverse a todo.

consumo de drogas relato de una adicta

Cuántas veces se había acostado con alguien a quien realmente despreciaba o había ido con otro más allá de lo que deseaba; cuántas veces había probado una nueva droga, una mezcla, una dosis mayor, para resultar más valiente, más atrevida, más admirada, más aparentemente liberada que nadie. Y, sin embargo, ¿qué le importaba la opinión de toda aquella gente? No existía ningún hombre que se pareciera a su padre, no existía ninguna mujer con tanta personalidad como ella misma. Fany se sentía especial y brillante. Pero, ¿y si un día desease quitarse la máscara y entonces…entonces sintiese que no era nadie?

El consumo de drogas como refugio

«Recuerdos de noches de locura y días en blanco es casi lo único que le queda de los últimos veinticinco años».

Las drogas no eran solo uno de los moldes de su máscara, sino una forma de desconectar de sí misma. De no buscarse, de no encontrarse con sus propios deseos y necesidades, de correr el riesgo de relacionarse con gente que le pareciera verdaderamente valiosa, de no sentirse una niña vulnerable que necesita amor y no sabe cómo conseguirlo.

Nunca se preocupó por el futuro. Sus padres la mantenían y le pagaban las repetidas estancias en clínicas de desintoxicación. Pero llegó un momento en el que se sintió demasiado cansada de esas montañas rusas. Con la sensación de que había perdido su vida entre aquel vértigo que aparentaba hacerle vivir la vida intensamente, pero le había impedido vivir el momento, ver el paisaje, los rostros de los demás, el horizonte y sus desafíos. Haber tenido una verdadera pareja, verdaderos amigos y un refugio amable en su propio interior.

Pensando en montañas rusas y máscaras y en comerse un suculento helado de vainilla, Fany sale a la calle. Por delante pasa a toda prisa una mujer con un carrito de la compra que casi la hace tropezar. Sus miradas se cruzan. Las dos mujeres se sonríen. «Disculpa, qué despiste llevo», «No te preocupes, a todos nos pasa». A todos nos pasa. Costará trabajo que la gente entienda que Fany se ha quitado su máscara, pero ahora que acepta su propia piel puede aceptar también la de los demás, ya no les desprecia.

Respira profundamente y saca el móvil del bolso. Sin pensárselo, para no arrepentirse, marca el teléfono de su hermano. No se han tratado desde hace años. Posiblemente la reacción sea fría y seca. Sabe que puede recibir un no, pero ya no necesita el orgullo para creerse valiosa. Ahora mismo está siendo más valiente de lo que recuerda haber sido nunca. Lo está haciendo por sí misma, no por los espectadores. Su hermano es, además de su asignatura pendiente, solo otro ser humano que intenta sobrevivir detrás de su propia máscara.

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Fernando Botana

Fernando Botana

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